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Luego, Dios les ordenó que no dañaran a la tierra, ni a los árboles ni a las plantas, sino sólo a quienes no tuvieran en su frente la marca del sello de Dios.

Dios les permitió que hirieran a la gente durante cinco meses, pero no les permitió que mataran a nadie. Y las heridas que hacían los saltamontes eran tan dolorosas como la picadura de los escorpiones.

Durante esos cinco meses, la gente que había sido picada quería morirse, pero seguía viviendo. Era como si la muerte huyera de ellas.

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